No teníamos nada para echar a la olla,
pero aún así la pusimos al fuego.
Con el agua burbujeando los niños no lloraban de
hambre.
Luego fueron llegando.
Una trajo una patata.
Otra una cebolla y una zanahoria. Otra una carcasa de
pollo, salada y seca.
María la maña, un pimiento de pique, una hebra de azafrán
y la nueva de que Juan salía pronto porque los bronquios le mataban.
Las otras
se alegraron , a pesar de que lucían las caras tristes de la ausencia de
hombre.
Cuando llegó mi madre, todas gritaron...
¡Traía bajo la mantilla de
lana, escondidos, un cuarto de aceite de oliva y tres puñados grandes de
lentejas!.
"El tendero- dijo con voz entrecortada- que le ha tocado lo que
sorteábamos y ha querido compartirlo".
Cuando lo echamos a la olla, los
niños ya reían. En sus mejillas se presentía el rosado de la cocción, al olor
de lo bueno.
Luego la hermandad hizo el resto... Cada cucharon que salía de la
olla, era una promesa de futuro.
Ese día sobrevivimos para contarlo y sobre
todo para aguardarlos a ellos, a los que amábamos tanto.
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