Se me escapaban, las
comas, como desfiladero de pausas por mi boca.
Una, tras otra, emperifolladas y
festivas, iban desplazándose contentas, alegres y furtivas.
No podía contener,
mi verborrea habitual al igual que mi alopecia, tantas veces, reflejada en las lunas
de los espejos. Muchos me lo dijeron, pero no quise escuchar. Escuchar, mata. Escuchar,
entretiene y no haces, lo que tú quieres.
Fue
leyendo, cuando me di cuenta… “tengo un problema con las comas”, me dije, porque
me atraganté en el acto de poder contarlas.
“No harán campo yermo en mis textos”,
me reafirmé con la voz de un soldado victorioso en mil batallas.
Pero perdí, porque
yo mismo estaba tan perdido como el control sobre las comas, escurridizas y
diabólicas.
Luego un día- con la vida a cuestas y las canas batiéndose el alma
con las horas del reloj- llegué a la conclusión de que la espera no era sino
abreviatura de esperanza.
Emprendí la costosa batalla de enfrentarme con lo
escrito.
Así aprendí que las comas no son solo pausas envalentonadas, sino
esperas de tiempo comprimido, certezas-quizás- de que llegará un día en que
todos podremos poner punto final a un maravilloso escrito.